Aquel día abrí la puerta del despacho con
desgana. Sabía que el contenido de la clase que debía dar era muy duro,
y uno de los culpables de animar a los alumnos de segundo curso del
Grado en Economía a abandonar la asignatura “hueso” del cuatrimestre:
Estadística II. Para ejecutar su parte práctica, llevaría una plantilla
de 10 etapas concatenadas para que fueran anotando las respuestas
adecuadas a un planteamiento único, aunque temía que no la finalizaran
completamente en los 75 minutos preceptivos de cada clase… en fin, que
la situación docente que tenía por delante no era la más agradable. Más
que nunca necesité de mis 5 minutitos de relajación y respiración, que he descubierto que me aletargan lo suficiente como para recargarme de ánimo, antes de acudir a clase.
Cuando cerré la puerta tras de mí, no me
sorprendió la sensación de pesadez que emanaba el aula. Debía romperla y
al conectar el audio, como cada día, para dejar que una selección de
música barroca nos acompañara, les pedí que cerrásemos los ojos,
respiráramos profundamente varias veces y nos contempláramos finalizando
satisfactoriamente aquella clase. El silencio, la música y la energía que fluía lograron que aquellos 2 o 3 minutos de conexión fueran mágicos.
Abrimos los ojos y les animé a que me
explicaran lo que sentían realmente. La pesadez dio paso a mentes más
despiertas e involucradas. Me transmitieron que la dificultad de
aquellos conceptos era excesiva. Tenían razón, pero lejos de dejarme
afectar, vi claramente que debía arriesgarme y poner en práctica algo
que intuitivamente sentía que debía funcionar pero que, por miedo a lo
establecido por un sistema tan rígido, nunca antes me había animado a
plantear.
Comencé por transmitirles optimismo, indicándoles que, tal y como nos habíamos visualizado, todo iba a ser distinto. Que íbamos a trabajar en grupos y que cada etapa correctamente ejecutada, les permitiría pasar a la siguiente y les generaría puntuación extra en su evaluación continua.
Posibilité que cada grupo trabajara donde quisiera, fuera o dentro del
aula, disponiendo todos, eso sí, de los mismos 75 minutos para resolver
el mayor número de etapas. Me preguntaron entonces con qué ayuda
contarían para lo que les planteaba. Contesté improvisadamente que no me
necesitaban, que a cada grupo sólo le resolvería la duda que no pudiera
ser resuelta por ninguno de sus componentes. Sin embargo, además de esa
pequeña ayuda, a cada componente del grupo le transmití individualmente
la confianza que yo tenía en sus posibilidades y en lo valiosa que
sería su aportación al grupo, cualquiera que fuera ésta, transformando
miedos en oportunidades para aprender de sí mismos y del resto.
No tengo formación para saber si fue el
hecho de permitir romper la individualidad imperante en las clases
universitarias, la música que nos envolvía, el vídeo que propusieron
ellos mismos y que ha quedado de testigo de aquella actividad, lo que
hablé con cada uno, o una combinación de todo esto, pero lo cierto es
que tuvo lugar una especie de “milagro académico”: los 75 minutos se
convirtieron en 180 sin apenas darnos cuenta, todos los grupos habían
concluido las 10 etapas, y los 63 alumnos dijeron haber entendido
completamente aquel ejercicio a priori tan difícil y casi sin ayuda. La emoción nos embargó a todos y fue la causante de alguna que otra lágrima.
Algunos de mis compañeros me han comentado que esto no es una actividad docente propia del nivel universitario, sino sólo un juego.
Pero este planteamiento me hace reflexionar: ¿no es el juego la vía que
nos permitió aprenderlo todo desde pequeños? ¿Por qué, a medida que
crecemos desterramos de la docencia todo planteamiento lúdico y ameno, y
sólo nos quedamos con lo supuestamente aprendido mostrado en una
evaluación? Me niego a creer que la docencia del siglo XXI,
independientemente del nivel, deba seguir anclada en los planteamientos
del siglo XIX que la vio nacer.
Fue mucho lo que yo aprendí de aquella clase en la que expliqué muy poco y se entendió todo, en la que sólo fui el vehículo de amor, respeto y confianza para cada uno y entre todos, y en la que el divertimento y el humor
no sólo no impidieron, sino que se convirtieron en responsables de
conquistar el objetivo de todo sistema educativo: aprender y por sí
mismos. Siempre estaré agradecida a estos alumnos por enseñarme que se
debe apostar por un nuevo sistema, a pesar de los que
se niegan a ver que el cambio ya se ha producido, y por recordarme que,
seguir luchando por los sueños en los que se cree, sólo tiene un
destino: hacerlos realidad. -Montserrat Hernández-
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